Sí, desde luego, es cierto que los humanos llevamos anexa–a nuestras mentes-- la soledad cuando nos encontramos mermados en nuestras facultades físicas y mentales. Porque nuestros vínculos con los hijos–familias generalizadas–, se van debilitando progresivamente a medida que cumplimos más años. ¡Y qué no falte la madre–mujer– eje fundamental y necesario por el rodamos todas las familias! Los encuentros con el entorno familiar van siendo–poco a poco– menos frecuentes. Si convivimos con nuestros descendientes–hijos e hijas– nos vamos sintiendo como “pesadas cargas”.
Hoy por hoy no es raro comprobar que el anciano/a se cambie, con cierta frecuencia, desde el domicilio de un hijo al de otro: en cortos espacios de tiempo. Uno, cualesquiera, todos los que somos protagonistas de la senectud–período natural de la vida humana–, llegamos a entender que somos... viejas maletas–rotas y desteñidas–que se van pasando de mano en mano nuestros descendientes, tal y como si nadie las quisiera. ¡Qué triste resulta nuestra vejez! Esto fomenta, indudablemente, que el anciano deje de entender que la vida, y hasta nuestra muerte, tiene un sentido y muchas finalidades: respetémonos y amémonos los unos a los otros, que esta es la verdadera religión del ser humano. Atrás quedan los cristianos, los mahometanos, los católicos, los budistas....: todas las religiones que tienen un solo Dios: el Dios de todas las religiones. Y comprendo que, si cada día tenemos un sueño, una ilusión, una tarea a desarrollar, de esta manera moriremos–poco a poco–sin darnos cuenta.
Estadísticas consultadas al respecto apuntan que éramos –uno se incluye también–siete millones de jubilados en el año 2003. Y es que cada día somos más los jubilados. Por lo que hace falta estimularnos–unos a otros–para que, en cierta medida, reconsideremos que seguimos poseyendo un presente y un futuro–este último más precario con proximidad a la muerte–, para que al final podamos luchar todos unidos contra la inactividad, contra la pérdida del amor de nuestros semejantes, contra la hostilidad de la que da muestras la propia sociedad en la que vivimos, que es proclive–cada día mas– a una eutanasia acomodaticia para poder heredar al que se invita a morir, y desde luego, mejor antes que después. Y así forzarnos a emprender nuestro último viaje.
El día que mi costilla me falte–mi nunca bien valorada Mercedes–me falte (deseo en verdad irme antes, dado que las mujeres son más diestras en defender y entender–polluelos de las familias–, a sus hijos), iré a dar con mis quebradizos huesos a cualquier residencia. Hombres y mujeres, mujeres y hombres condenados de por vida a dialogar y pensar–con jubilados de edades similares– sobre el pasado, y esto es muy triste. De alguna manera se anula el binomio experiencia/ entusiasmo- Es decir, el dialogo entre adultos y jóvenes. A estas casas de acogimiento–mal llamadas de la “tercera edad”: no existen edades para la muerte–, las deberíamos de llamar o conocer por su propio nombre: paredes muertas de mi propia soledad. Hay un proverbio chino que así reza: “De jóvenes somos hombres, de viejos niños”. Pues bien: ¡Cuidemos a los niños!
Sin presente y sin futuro, necesariamente, la vida en la vejez tiende a refugiarse en el pasado: ¡Qué tristes perspectivas de vida se avecinan para las personas mayores! Pienso, muchas veces, que es provechoso reírse de un mismo e, incluso, de nuestra propia sombra: de esta manera descubro lo poco que sé, y lo mucho que me queda por aprender. Henri F.Amiel , Journal íntime, II, 181, dejó para la posterioridad: “Saber envejecer constituye la obra maestra de la sabiduría y es una de las partes más difícil del arte de la vida”.
La sociedad que nos ha tocado vivir ( ¿ esa maravillosa democracia española, qué nos habla del estado de bienestar para todos, qué nos habla de la igualdad de oportunidades, qué nos habla de viviendas asequibles para nuestra juventud...?) ha “roto aguas”, y ha relegado a las personas longevas, única y exclusivamente, para que emitan su voto cada cuatro años...: a lo sumo ha construido pocas residencias–jaulas de soledad–donde podemos ir a morir, y, desde luego, ser olvidados por propios y extraños. Eso sí, para morir con tranquilidad, llevando sobre nuestras espaldas sacos pesados con tierras cargadas de olvidos, penas y sinsabores.
Y, sin embargo, los mayores también somos seres humanos que poseemos nuestros corazoncitos–que siguen latiendo con lentitud–, pero caminamos despacio, hablamos despacio... Debemos pasar “del rosa al amarillo”, esto es, de la vitalidad y pasión amorosa juvenil a un status de personas maduras: vida afectiva, segunda actividad, fomento de la cultura, hacer no que nunca pudimos llevara la práctica... ¡Ah!, se me olvidaba (¿no lo adivináis?)..., y continuar nuestras vida sexual–un tanto limitada, y quien diga lo contrario miente como un cosaco–, pero relegada al quinto lugar según el orden expuesto de lo que piensa un semejante vuestro, que puede estar equivocado.
Por último, como colofón, no dejo de leer y comprobar que sean los ancianos–sus personas–en lo que se acumulan mayores índices de depresiones y suicidios. Vivir en estas situaciones y desear la muerte, verdaderamente, todo es uno. Por cierto, que los viejos deben y pueden enamorarse, pues mientras hay vida existe siempre el camino hacia la esperanza. Sir Francis_Bacon(Londres, 1561-id., 1626), filósofo y político inglés, quien manifestó: “Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar, y viejos autores para leer".
La Coruña ( España ) , 20 de agosto de 2007
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* Mariano Cabrero Bárcena es escritor.
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