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Conferencia sobre la Mala Suerte

Fernando Buen Abad Domínguez | 02.12.2004 22:23 | Culture | London

Cambiar la Suerte

Conferencia sobre La Mala Suerte
Fernando Buen Abad Domínguez
Conferimos históricamente a la "mala suerte" potencias pasmosas capaces de movilizar o trastornar casi cualquier acontecimiento adverso que pueda, por sus orígenes y alcances, escapar a nuestro control. Pero también hemos creado explicaciones extraordinarias que toman como referencia el mito de la mala suerte para culpar, a quien sea como sea, por aquello que no encaja con lo deseado. Todo resulta útil en esa tradición ancestral de la inteligencia humana, gatos negros, espejos rotos, escaleras, colores y modos matinales de poner el pie al levantarnos. Algo poderoso se confabula en nuestra contra y hace falta idear conjuros. Tréboles, prendas o patas de conejo. En cada leyenda sobre la mala suerte existe un conjunto de sentidos sensibilizados al fragor de experiencias disímbolas y contradictorias que tienen como denominador común la necesidad de coartadas protectoras contra hechos "malignos". Es de mala suerte que las mujeres suban a los barcos pesqueros. Para algunas culturas es de mala suerte que las mujeres pisen las tierras cultivadas durante el período menstrual. Hay quien considera de mala suerte dejar bolsos o carteras en el piso y son pésimos para la suerte de algunos, el martes trece o el domingo siete. Extrañamente en cierto tipo de concepción sobre la mala suerte se coincide en identificar a las mujeres como portadoras o generadoras de alguna calamidad. Misoginia esoterizada que varía entre las civilizaciones. Hay pueblos para los cuales los mismos acontecimientos son razón de su buena suerte.
Por la suerte se mueven en nuestro ánimo las potencias de una fe infatigable que pone de manifiesto ciertos estados de espera no pasiva capaces de recurrir a cuanta posibilidad se presente para modificar nuestras vidas. La suerte cumple roles importantísimos en la constitución de nuestra personalidad social e individual. Es parte fundamental de nuestra capacidad lúdica y funda repertorios estrambóticos de apuesta, reto y desafío a los que nos abandonamos en caída libre con la esperanza de tener buena suerte. Jugamos a la lotería, participamos en concursos, compramos rifas y nos procuramos amuletos porque cumplimos con rituales mágicos cuya cotidianeidad y necesidad preñan virtualmente todos los actos de la vida. Por escépticos que seamos. Uno nunca sabe.
Mala suerte o buena suerte participan de lo extraordinario. Lo requieren para enfatizar y potenciar su poderío. Cada quien posee umbrales personalizados sobre su noción de lo maravilloso y lo extraordinario, y por eso, lo que para algunos es anodino, normal o fácil, para otros es prenda irrecusable de suerte privilegiada. El papel de los talismanes, amuletos o pantáculos cataliza las fronteras de la envidia que se genera entre quienes apetecen lo ajeno, niegan lo propio y se justifican con el recurso de la "mala pata". Pero efectivamente y para descargo de todos el misterio inmarcesible del universo posee designios que no toman en consideración nuestro confort o conveniencia. Entonces sin explicación humana que alcance para poner en claro el origen, alcance y tendencia de algunas calamidades físicas o metafísicas, creamos una leyenda de nosotros mismos envueltos por una nube antipática de mala suerte que no escampa más que con limpias, curaciones o imágenes protectoras. A veces funciona. Créase o no, los poderes del deseo, y con él, la magnificencia del espíritu humano invocan y provocan desencadenamientos de hechos portentosos que se activan enigmáticamente desde los vertederos de la voluntad. No son iluminismos extraterrestres ni magma divino exclusivo de privilegiados. Es ni más ni menos el misterio de la fe cierta y evidente que nos pone de pie siempre que algo nos despoja del optimismo. Mucho de la mala suerte radica en focos depresivos soterrados que se encargan de jugarnos malas pasadas. La buena suerte es consustancial a la vida. En todos los arquetipos, símbolos e imágenes que la humanidad ha coleccionado en sus culturas está sembrado el designio de una buenaventura fundamental que se reanima permanentemente como deseo. Lo que se opone a esa tendencia, manufacturado por los seres humanos o interpretado ideológicamente por intereses tergiversadores, se llama mala suerte. Esconde muchos trasfondos. No es por mala suerte que tengamos gobiernos, clérigos o empresarios descarriados de la idea del bien colectivo. No es por mala suerte que la naturaleza nos sacuda con espasmos arrolladores y nos desconcierte entre leyes que no entendemos. No es por mala suerte que caigan o falten los goles, las escuelas o los panes, y no es por mala suerte el desempleo, los saqueos financieros ni la falta de alternativas. O quién sabe.
Conferimos a la mala suerte el derecho de hacer y deshacer cuanta contrariedad dé al traste con el bienestar social y particular. Hay quienes desean mala suerte a otros y hay quienes se dedican a producirla y mantenerla. En el despliegue contradictorio de nuestras incógnitas más añejas por el principio del todo y las angustias sobre el vacío, oscilamos búsquedas e interpretaciones que a veces se rearticulan y sintetizan en expresiones resignadas, hijas de una inmovilidad suicida. Por más que se recurra a discursos autocomplacientes o adoloridos y por más que se transfiera a lo demás nuestra responsabilidad ante algunos actos apelando a la mala suerte, nadie se conmoverá porque tarde o temprano, de una manera u otra, también todos le tememos.
Conferimos a la mala suerte todo lo que es expresión de nuestras impotencias, frustraciones o envidias. Acusamos mala suerte en lo que no entendemos pero interpretamos como adverso, por comparación con el beneficio que otros saben obtener en lo que ninguneamos, por incapacidad para desear y entregarnos a conseguir lo anhelado, por miedo o por soberbia. Todos eufemizados en la idea de mala suerte y paliados con artilugios extraordinarios que efectivamente ayudan a reactivar, suavizar o conmover nuestra rigidez o insensibilidad ante las cosas magnificas de la vida, sin maniqueismos plañideros. Como la buena suerte.
Un amuleto transforma todo lo que realmente queremos transformar a condición de que tengamos una ofrenda digna que despeje para siempre eso que le conferimos a la mala suerte.

Fernando Buen Abad Domínguez